Belleza y fuerza (1981), una historia de “La etapa decimocuarta”

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La etapa decimocuarta (De veertiende etappe) es una antología de las columnas y textos breves que Tim Krabbé ha escrito de ciclismo durante los últimos treinta y cinco años. La editorial especializada en ciclismo Libros de Ruta acaba de publicar la obra. Zikloland publica una de esas 71 historias.

Belleza y fuerza (1981)

Cuando Fons de Wolf se abalanza solo por una gran victoria, ¡qué placer de naturaleza puramente estética produce! * Era hermoso. Ahora, ¿era hermoso porque iba a ganar o iba a ganar porque era hermoso? Hay argumentos para ambas opciones. Los ciclistas que van solos en cabeza, con la victoria al alcance de las manos, irradian algo, como los enamorados. Dan la impresión de ser perfectos — de cumplir por fin con eso que tenía previsto para ellos algo muy elevado.

*  El sábado anterior De Wolf había ganado la Milán-San Remo.

Y lo contrario también es cierto. La armonía que produce la borrachera de la victoria en el ciclista se manifiesta en más poderío, en más estilo, en una manera de pedalear que ni pintada.

La idea de que la belleza y la fuerza van unidas en el ciclismo resulta especialmente atractiva. Porque no se trata solo de que la bicicleta es una máquina bella y armoniosa por sí misma (muchos jóvenes se hacen ciclistas porque la bicicleta les parece muy bonita), sino que el más grande de la historia de este deporte, Eddy Merckx, tenía también una forma de sentarse perfecta. Irradia todavía de todas sus fotografías. También quien no entiende nada de ciclismo ni de deporte lo percibe: allí hay algo que cuadra en su totalidad.

Esa fantástica forma de sentarse de Merckx ha sido, por supuesto, muy imitada, pero nunca con tanta obstinación como por un joven ciclista al que conocí. Había descubierto que tenía la misma altura y el mismo peso que Merckx, pero, además, y tras un estudio minucioso de un montón de fotografías, que tenía también exactamente las mismas proporciones que él, incluyendo unos antebrazos más largos de lo habitual.

Mediante una comparación sin fin de esas fotografías, consiguió averiguar también las dimensiones del cuadro de Merckx, la posición del sillín y la altura del manillar. Se hizo construir un cuadro igual, copió, con el sillín y el manillar, la manera de sentarse de Merkcx, y se puso después delante del espejo para entrenar sobre esa bicicleta. Con las fotografías de Merckx a mano, corrigió incluso hasta el último milímetro su postura, y cuando llegó a dominar definitivamente la famosa forma de sentarse, se presentó ante sus compañeros de entrenamiento.

El parecido era realmente convincente, y de inmediato le llamaron Merckx. No para ridiculizarlo; era, simplemente, la constatación de los hechos y el reconocimiento a su trabajo. Era fabuloso verlo, y se convirtió con el tiempo en un meritorio amateur de tercera.

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Y este es el fondo de la cuestión: el ciclista que parece hecho a medida para su bicicleta, que tiene un pedaleo impecable y que no tiene fuerza ninguna, es un fenómeno muy común. Y me ha llamado siempre la atención que en el pelotón profesional compitan sobre la base de igualdad tantos tipos tan diversos: ciclistas altos, flacos, gordos, bajos, feos y guapos. Saronni y De Meyer son parejos en un esprínsprint, Van Impe y Thévenet lo eran en la montaña, Maertens y Thurau eran contrarrelojistas del mismo nivel.

En la discusión sobre la unión de belleza y fuerza, el ciclismo dispone, sin embargo, de un ejemplo mucho más típico que Merckx, de un hombre que hace que toda esta discusión sea superflua, para siempre y para cualquier deporte. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Pollentier, que fue durante años uno de los mejores ciclistas del mundo. Como ciudadano, Pollentier es una aparición tocada por la gracia, pero en cuanto se sienta en una bicicleta, se traspasan todos los límites del decoro.

Irradia incomodidad y desenfreno: esa Voyager que se ha enviado con mensajes hasta los confines del universo debería haber llevado también una fotografía de Pollentier en bicicleta, como confesión a las demás civilizaciones de que aquí, en la Tierra, conocemos la fealdad.

“La etapa decimocuarta”, a la venta: Una antología del ciclismo

Esa fantástica forma de sentarse de Merckx ha sido, por supuesto, muy imitada, pero nunca con tanta obstinación como por un joven ciclista al que conocí. Había descubierto que tenía la misma altura y el mismo peso que Merckx, pero, además, y tras un estudio minucioso de un montón de fotografías, que tenía también exactamente las mismas proporciones que él, incluyendo unos antebrazos más largos de lo habitual.

Mediante una comparación sin fin de esas fotografías, consiguió averiguar también las dimensiones del cuadro de Merckx, la posición del sillín y la altura del manillar. Se hizo construir un cuadro igual, copió, con el sillín y el manillar, la manera de sentarse de Merkcx, y se puso después delante del espejo para entrenar sobre esa bicicleta. Con las fotografías de Merckx a mano, corrigió incluso hasta el último milímetro su postura, y cuando llegó a dominar definitivamente la famosa forma de sentarse, se presentó ante sus compañeros de entrenamiento.

El parecido era realmente convincente, y de inmediato le llamaron Merckx. No para ridiculizarlo; era, simplemente, la constatación de los hechos y el reconocimiento a su trabajo. Era fabuloso verlo, y se convirtió con el tiempo en un meritorio amateur de tercera.

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La portada del libro.

Y este es el fondo de la cuestión: el ciclista que parece hecho a medida para su bicicleta, que tiene un pedaleo impecable y que no tiene fuerza ninguna, es un fenómeno muy común. Y me ha llamado siempre la atención que en el pelotón profesional compitan sobre la base de igualdad tantos tipos tan diversos: ciclistas altos, flacos, gordos, bajos, feos y guapos. Saronni y De Meyer son parejos en un esprínt, Van Impe y Thévenet lo eran en la montaña, Maertens y Thurau eran contrarrelojistas del mismo nivel.

En la discusión sobre la unión de belleza y fuerza, el ciclismo dispone, sin embargo, de un ejemplo mucho más típico que Merckx, de un hombre que hace que toda esta discusión sea superflua, para siempre y para cualquier deporte. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Pollentier, que fue durante años uno de los mejores ciclistas del mundo. Como ciudadano, Pollentier es una aparición tocada por la gracia, pero en cuanto se sienta en una bicicleta, se traspasan todos los límites del decoro.

Irradia incomodidad y desenfreno: esa Voyager que se ha enviado con mensajes hasta los confines del universo debería haber llevado también una fotografía de Pollentier en bicicleta, como confesión a las demás civilizaciones de que aquí, en la Tierra, conocemos la fealdad.

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